5.2.11

Democracia y representación (Ranciere)

Democracia, república, representación 
(Fragmento de Jacques Ranciere, El Odio a la Democracia, 2005)
LLa palabra democracia, entonces, no designa propiamente ni una forma de sociedad ni una forma de gobierno. La «sociedad democrática» nunca es más que una pintura fantástica, destinada a sostener tal o cual principio de buen gobierno. Las sociedades, hoy como ayer, están organizadas por el juego de las oligarquías. Y no hay propiamente hablando gobierno democrático. Los gobiernos se ejercen siempre de la minoría a la mayoría. El «poder del pueblo» es entonces necesariamente heterotópico a la sociedad no-igualitaria como al gobierno oligárquico. Es lo que aparta al gobierno de sí mismo, apartando a la sociedad de sí misma. Es, entonces, también, lo que separa el ejercicio del gobierno de la representación de la sociedad.

Se simplifica a menudo la cuestión reduciéndola a la oposición entre democracia directa y democracia representativa. Se puede entonces hacer jugar simplemente la diferencia temporal y la oposición de la realidad a la utopía. La democracia directa, se dice, era buena para las ciudades griegas antiguas o los cantones suizos de la Edad Media, donde la población de los hombres libres podía reunirse en un solo lugar. Para nuestras vastas naciones y para nuestras sociedades modernas sólo conviene la democracia representativa. El argumento no es tan convincente como quisiera. A principios del siglo XIX, los representantes franceses no veían dificultad alguna en reunir en la prefectura del cantón a la totalidad de los electores. Bastaba para esto que los electores fuesen poco numerosos, lo que se conseguía fácilmente reservando el derecho de elegir representantes a los mejores de la nación, es decir, a los que podían pagar una cuota de trescientos francos. «La elección directa, decía entonces Benjamin Constant, constituye el único verdadero gobierno representativo.»


Y Hannah Arendt podía todavía, en 1963, ver el verdadero poder del pueblo en la forma revolucionaria de los consejos, donde se constituía la única elite política efectiva, la elite auto-seleccionada sobre el terreno de los que se sentían felices de tratar de la cosa pública.

Dicho de otra manera, la representación no ha sido jamás un sistema inventado para paliar el crecimiento de las poblaciones. No es una forma de adaptación de la democracia a los tiempos modernos y a los vastos espacios. Es, de pleno derecho, una forma oligárquica, una representación de minorías que tienen título para ocuparse de los asuntos comunes. En la historia de la representación, son los estados, las órdenes y las posesiones que son siempre representados en primer lugar, sea porque son considerados como dando título para ejercer el poder, sea porque un poder soberano les da una voz consultiva para la ocasión. Y la elección ya no es en sí una forma democrática por la cual el pueblo hace escuchar su voz. Es, en el origen, la expresión de un consentimiento que un poder superior demanda y que verdaderamente no es tal más que si es unánime. La evidencia que asimila la democracia a la forma del gobierno representativo, resultante de la elección, es muy reciente en la historia. La representación es en su origen el opuesto exacto de la democracia. Nadie lo ignora en el tiempo de las revoluciones americana y francesa. Los Padres Fundadores y muchos de sus émulos franceses veían en esto, justamente, el medio para que la elite ejerciera de hecho, en nombre del pueblo, el poder que era obligada a reconocerle, pero que este no sabría ejercer sin arruinar el principio mismo de gobierno35. Los discípulos de Rousseau, por su parte, no lo admiten más que al precio de rechazar lo que la palabra significa, esto es, la representación de intereses particulares. La voluntad general no se divide y los diputados no representan más que a la nación en general. La «democracia representativa» puede parecer hoy un pleonasmo. Pero ya ha sido un oximorón.

Esto no quiere decir que haga falta oponer las virtudes de la democracia directa a las mediaciones y a los desvíos de la representación, o reconducir las falsas apariencias de la democracia a la efectividad de una democracia real. Es tan falso identificar democracia y representación como decir que una es la refutación de la otra. Lo que significa la democracia es precisamente esto: las formas jurídico- políticas de las constituciones y las leyes estatales no reposan jamás sobre una sola y misma lógica. Lo que se llama «democracia representativa», y que es más exacto llamar sistema parlamentar o, como Raymond Aron, «régimen constitucional pluralista», es una forma mixta: una forma constitucional del Estado, inicialmente fundada sobre el privilegio de las elites «naturales», y desviada poco a poco de su función por las luchas democráticas. La historia sangrienta de las luchas por la reforma electoral en Gran Bretaña es sin dudas el mejor testimonio, complacientemente eclipsada por el idilio de una tradición inglesa de la democracia «liberal». El sufragio universal no es para nada una consecuencia natural de la democracia. La democracia no tiene consecuencias naturales precisamente porque es la división de la «naturaleza», el lazo roto entre propiedades naturales y formas de gobierno. El sufragio universal es una forma mixta, nacida de la oligarquía, desviada por el combate democrático y perpetuamente reconquistada por la oligarquía, que propone sus candidatos, y a veces sus decisiones, a la elección del cuerpo electoral, sin poder excluir jamás el riesgo de que el cuerpo electoral se comporte como una población de tirar a la suerte.

La democracia no se identifica jamás con una forma jurídico-política. Esto no quiere decir que sea indiferente a su respecto. Quiere decir que el poder del pueblo está siempre más acá y más allá de estas formas. Más acá, porque estas formas no pueden funcionar sin referirse, en última instancia, a este poder de los incompetentes que funda y niega el poder de los competentes, a esta igualdad que es necesaria al funcionamiento mismo de la máquina no-igualitaria. Más allá, porque las formas mismas que inscriben este poder resultan constantemente reapropiadas por el juego mismo de la máquina gubernamental, en la lógica «natural» de los títulos para gobernar, que es una lógica de indistinción de lo público y lo privado. Desde que el lazo con la naturaleza está cortado, desde que los gobiernos son obligados a figurarse como instancias de lo común de la comunidad, separados de la lógica de las relaciones de autoridad inmanentes a la reproducción del cuerpo social, existe una esfera pública, que es una esfera de encuentro y de conflicto entre las dos lógicas opuestas de la policía y de la política, del gobierno natural de las competencias sociales y del gobierno de no importa quién. La práctica espontánea de todo gobierno tiende a estrechar esta esfera pública, a tornarla su asunto privado y, para esto, rechazar del lado de la vida privada las intervenciones y los lugares de intervención de los actores no-estatales.

La democracia, entonces, lejos de ser una forma de vida de los individuos consagrados a su felicidad privada, es el proceso de lucha contra esta privatización, el proceso de ensanchamiento de esta esfera. Ensanchar la esfera pública no quiere decir, como pretende el llamado discurso liberal, la injerencia creciente del Estado en la sociedad. Quiere decir luchar contra la repartición de lo público y lo privado que asegura la doble dominación de la oligarquía en el Estado y en la sociedad.

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